lunes, 8 de julio de 2013

POESÍAS...

Dedicado a Daniel Sonzini.

  Que nunca más el miedo o la ignorancia nos impidan
 dejar de mirarnos a nosotros mismos y a nuestra realidad...

No es necesario un arma
para matar a un hombre...
Una mirada basta.
O un NO MIRAR.
La sonrisa negada:
el puente que otro espera...
Los muros se construyen
a veces sin ladrillos...
De espacios infinitos
no llenados, vacíos...
O llenos de vacío...


viernes, 28 de junio de 2013

MICRO RELATOS


Lo había dicho. Era tarde. Recordé aquel otoño, tus ojos... 
Y pensé que una hoja más se marchitaba.


Lo dije una vez más. Me miraste en silencio. 
Comprendí la verdad de ser necia, el dolor de perderte.



Un día comencé a reír. Y reí, reí… hasta que las lágrimas se fueron despavoridas y huyeron para siempre.


Cuando te vi creí que eras frágil como el cristal. 
El tiempo te volvió de roca. 
O yo era ciega.


Un niño pide pan. Sus manos tiemblan. 
Los poderosos tienen la llave, ellos el hambre. 
Yo la palabra.


Mutilados pero enteros

MUTILADOS, PERO ENTEROS

Alguna vez tuve la ilusión de creer que los Reyes Magos venían con sus camellos, por lo que cada 5 de enero  teníamos el rito de prever el pasto y agua necesarios que deberíamos dejarles…
Esta muñeca que ya lleva en mi vida unos 40 años, me transporta en el tiempo… Vuelvo a mi niñez, a un día en que, no recuerdo por qué, pasaríamos la noche de Reyes en casa de una vecina, mis hermanas y yo… A cada una nos trajeron una hermosa muñeca, tan grande como un bebé real.  El llanto que podía escuchar cuando la giraba se ha apagado como algunos de mis recuerdos, esfumados como en una niebla que desdibuja mi niñez. Muchas veces cosí este brazo que cuelga mutilado, desde aquella tarde en que mi primo, tironeando para quitármela, lo arrancó de cuajo. En aquel momento sentí que ésa era la peor tragedia, y mi mente no podía entender cómo mi madre sonreía y no mostraba entender el pozo en el que mi existencia se veía al ver el brazo de mi hijita herido de tal modo… No sabía, no podía saber, que 40 años después sería el actor ideal para filmar con mis alumnos el asesinato del hijo de la cautiva en Martín Fierro… 
A pesar del brazo mutilado, seguí jugando, seguí simulando ser la mamá que algún día sería; sin saber, ni al menos suponer, que algún día ese hijo de mis juegos, sería mi nieto en el juego de mi propia hija…
Las mutilaciones siguieron… Un día, se le salió la cabeza, por eso está así, un poco curvada hacia un costado, porque a pesar de los esfuerzos nunca pude coserla bien… No sabía, no podía saber, que a mi hija no le importaría eso, porque para ella siempre lo importante sería que su muñeca había sido antes de su mamá…
Las mutilaciones siguieron… Sí, mi hermano tenía debilidad por comerle los dedos, de plástico blando… Él no sabía, no podía saber, que una de sus sobrinas le preguntaría por qué había sido tan tonto cuando era niño, “¡comer dedos de muñecas!” 
El tiempo pasó… Mi hija creció, y alguna vez me dijo que su hija jugaría con esa muñeca, quién sabe. No podemos saber, pero quién les dice…
Aunque  el juguete quedó guardado junto a su infancia, las mutilaciones siguieron… Mis alumnos debieron mancharlo con frutos rojos para simular sangre cuando filmamos al hijo asesinado de una cautiva…

Y ahí está, mostrándome a las claras que las mutilaciones que vamos sufriendo en la vida pueden ser la razón de ser de nosotros mismos, y que quienes nos aman, nos quieren también con ellas…

Tejiendo la Vida...

TEJIENDO LA VIDA


-    Sí, ya sé: acá lo van a poner al abuelito, ¿verdad? El abuelo era un gran amigo mío. Y  seguramente fue un gran amigo para vos, papá. Y un gran padre para mamá, ¿no?
-    Sí, hijo.
-    Lo que se dice, “un gran hombre”.
Observando atentamente lo que sería tu sepultura, Miguel había dejado escapar sus pensamientos como quien enuncia un discurso solemne. Una vez más  me había sorprendido con sus expresiones, con su sabiduría de niño y adulto a la vez. Me acababa de demostrar que quizás no era necesario una vida llena de experiencias para aprender que la vida y la muerte van juntas, que no es necesario “aprender” a aceptar la partida de los que amamos si desde el inicio sabemos que vivir y morir son escenas del mismo acto, o que en todo caso no se muere, sino que se vive de otro modo...  Al menos eso me enseñaba Yamila, cada vez que planeaba viajes al cielo, como si se tratara de organizar las vacaciones, para visitarte y mostrarte las fotos... Ya en el minuto mismo de su nacimiento mi hijo me había confirmado cómo la vida está sujeta por un hilo delgadísimo; y entonces comprendí esa frase tan repetida y a veces tan poco sentida. Supe  que por alguna razón todo había comenzado a equilibrarse: latidos, llanto, respiración, color, tono muscular... La vida había comenzado plena, para llenarme de sorpresas, siempre, como lo había hecho desde el primer segundo de su llegada al mundo.
Regresando desde el cementerio familiar hacia la casa, por aquel camino de arena que, como  cada verano, escuchaba mis pasos acompasados, entre aquellos montes que escondían secretos goces y llantos de mi infancia, de mi vida entera, muchas veces recorrido y nunca acabado de descubrir por entero; regresando, decía, comencé a recordar aquella mañana del miércoles 21 de abril del ’99...
Habíamos ido a Santo Domingo a rezar un rosario con mamá, para que salieras bien de la operación. El “hágase tu voluntad  así en la tierra como en el cielo” significaba en ese momento un compromiso muy grande con mi fe. ¡Cuántas veces lo decimos cuando en verdad no aceptamos la realidad! “Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”. ¿Sería ya tu hora? “... a Ti, celestial princesa, yo te ofrezco en este día, alma, vida y corazón; no me dejes, Madre mía, morir sin confesión. Creo en Dios, espero en Dios, y amo a Dios sobre todas las cosas, amén.” ¿Habría terminado la operación? El médico había dicho que podrías no pasarla... que era muy complicada... ¿Habría...?  Como si no decir pudiera de algún modo alejar lo que  alude la palabra, comenzamos desde ese día a evitar pronunciar algunas que flotaban tratando de llegar a nuestros labios, iban y venían, rebotaban en uno y otro de nosotros, no les dábamos cabida; pero en cambio ellas se vengaban y nos arrancaban un gesto, nos ahogaban la risa, seguramente  que por querer entrar por algún lado era que a veces sentíamos que teníamos un hueco en el pecho…  Y si no... Si no podían con nuestra tenacidad, nos asestaban otro de sus golpes: se llevaban a todas, y nos dejaban sin palabras...
Fueron largos meses de lucha con la esperanza y la desesperanza... Meses de repensar la vida y pensar la muerte. A medida que perdías kilos íbamos sumando fortaleza, unión familiar, modificando escalas de valores… Y nos dábamos cuenta, a pesar de no decirlo, de que vos estabas más conciente que cualquiera de la verdadera causa que te aquejaba. Fue duro descubrir que aún había gente, médicos, que lucraban con el dolor de los familiares enfermos, y que vos te dieras cuenta...
Mientras te cuidaba viajaba en el tiempo, al de tus juegos y también al de tus retos. A mi rebeldía adolescente, crítica, implacable en mis juicios del mundo adulto. Todo se suaviza y aligera cuando nos ha barnizado la maternidad, la vida con sus golpes de gracia y sus azotes de furia...
Y pensaba en esta familia que formaste, que formaron tus antepasados, desde aquel año 1880 en que el bisabuelo, huyendo de los recuerdos de la guerra, embarcó hacia América. Tu abuelo te habló de su patria, de sus experiencias, y hubo muchas cosas que no contó pero que sus ojos vidriosos te dijeron más que cualquier palabra; así como los tuyos eran espejos de tus pensamientos, de tu dolor... Vos también recordabas como yo. Y seguramente pasó por tu corazón el día en que tu padre corrió al correo para avisar de la gravedad del bisabuelo a sus hermanos. Perdiste a los dos sin que la vida te diera un respiro, una oscuridad repentina en medio de tantas alegrías pasadas y por venir. 
A veces pareciera que sólo recordamos lo que tiene color gris y huele a ausencia. Quizás sea injusto recordar esta historia de este modo, a partir de las pérdidas. Quizás lo verdaderamente injusto sea pensar en las ausencias como pérdidas. Tengo la riqueza de tu vida y el aprendizaje que fue en mi existencia cada uno de los naufragios del alma. De cada uno salí preparada para ser un poco más optimista, menos prejuiciosa o exigente.
El tiempo pasó, inalterablemente, y llegaron días claros, luminosos, y otros de lluvia y frío. También el de tu partida. Nunca entendí tan bien la frase “descanse en paz”, nunca tuve la certeza tan absoluta de la vida eterna y nuestro futuro reencuentro; jamás había tenido tanta calma como cuando supe que habías dejado de sufrir.
Tu abuelo vino de Italia, escapando de la guerra. Mi suegra vino de Siria, escapando de la persecución musulmana. Trabajó toda su vida para legar a sus hijos y nietos un buen hogar. Fue difícil luchar con un idioma diferente, en una sociedad también distinta. Se hizo un lugar, modificó costumbres, y cuando la vida la dejó a solas, siguió luchando por su familia. Hasta que su corazón le pidió dejar la vida, porque ella no hubiera querido hacerlo. Nos dejó de golpe, sin darnos tiempo a pensar en la posibilidad de perderla. Todo el sufrimiento que Dios le evitó pasó por nuestro corazón.
Tuve que soportar tu agonía para darle gracias a Dios por aquel desgarro repentino.  Años más tarde, moriría su hijo, esposa y nietos en un cruel accidente. Y supe que su partida había sido una bendición divina…

Como siempre, la vida me mostró que los planes de Dios son insondables y sólo la fe nos da la respuesta.